martes, 9 de abril de 2013

Los historiadores no se ponen de acuerdo.

Los historiadores no se ponen de acuerdo, 500 años después, sobre el punto exacto donde tuvo lugar el desembarco, a principios de abril de 1513, de Juan Ponce de León. Entre los más verosímiles está la costa de Ponte Vedra (así, separado), situada en el norte de la península de Florida, muy cerca de Jacksonville.
Este lugar está muy cerca también de San Agustín (St. Augustine para los estadounidenses), la primera ciudad del país, fundada en 1565 por los españoles. Los partidarios de esta teoría se aferran a que las últimas coordenadas tomadas por Ponce de León antes de desembarcar eran 30º8’, lo que coincidiría con un punto situado justo al sur de la playa de Ponte Vedra.

Sin embargo, desde que en 1990 Douglas T. Peck reconstruyó el recorrido de Ponce de León, siguiendo la ruta que el descubridor dejó escrita, surgió otra alternativa. Peck concluyó que su desembarco se produjo unos 200 kilómetros más al sur, en la playa de Melbourne, en las proximidades de Cabo Cañaveral, desde donde parten hacia el espacio las naves de la NASA. Historiadores como el prestigioso Michael Gannon se han sumado a esta teoría.

¿Sería posible “terraformar” Marte ?

 Las naves espaciales, incluyendo las que exploran Marte ahora, han encontrado evidencia de que en su juventud era un planeta cálido, con ríos que desembocaban en mares extensos. Y aquí en la Tierra hemos aprendido cómo calentar un planeta: sólo hay que añadir gases de efecto invernadero en su atmósfera. Gran cantidad del bióxido de carbono que calentó Marte alguna vez probablemente siga ahí, en el suelo congelado y en los casquetes polares, junto con el agua. Todo lo que el planeta necesita para volver a ser verde es un jardinero con un gran presupuesto.
Chris McKay, científico planetario de la NASA, dice que casi toda la terraformación la haría la vida misma. “No construyes Marte –explica–, sólo lo calientas y arrojas algunas semillas”. Se podrían sintetizar perfluorocarbonos –potentes gases de efecto invernadero– a partir de elementos presentes en el suelo y aire marcianos, para luego lanzarlos a la atmósfera; al calentar el planeta, liberarían el CO2 congelado, que amplificaría el calentamiento y aumentaría la presión atmosférica al punto donde el agua pudiera fluir. Mientras tanto, los colonizadores humanos podrían sembrar una sucesión de ecosistemas en el planeta rojo, dice James Graham, botánico de la Universidad de Wisconsin. Primero con bacterias y líquenes, que sobreviven en la Antártida, luego musgo y después de alrededor de un milenio, secuoyas. Sin embargo, extraer oxígeno respirable de esos bosques podría tomar muchos milenios.
Los entusiastas como Robert Zubrin, presidente de Mars Society, aún sueñan con ciudades marcianas; como ingeniero, Zubrin cree que la civilización no puede prosperar sin una expansión ilimitada. A McKay sólo le parece plausible colocar estaciones de investigación científica. “Viviremos en Marte como vivimos en la Antártida –dice–. No hay escuelas primarias en la Antártida”. Pero piensa que lo que aprendamos con la terraformación de Marte –posibilidad horrorosa para algunos– nos ayudaría a administrar mejor nuestra limitada Tierra.
Hay tiempo para debatir el asunto; Marte no está en peligro inmediato. Recientemente, una comisión designada por la Casa Blanca recomendó ir primero a la Luna o algún asteroide y señaló que la agencia espacial no tiene presupuesto para ir a cualquier lugar. Ni siquiera se estimó el costo de revivir un planeta muerto.